viernes, 20 de agosto de 2010

Un poco de sexo loco en dos partes

El deseo

Un trago más, tras una larga y reflexiva bocanada de humo. Ya me dolía la garganta, pero así era siempre que fumaba bebía en grandes cantidades. Cruzó una mosca cerca de mi nariz, pasó sin pena, con calma de mosca ¿cómo haría aquél insecto para cojer? ¿Lo gozaría? ¿Qué tanto? ¿Le gustaría que le dijeran perra mientras la montaban? Nunca había visto a una mosca hacer el sexo oral. En cambio los perros eran diferentes, ellos se lamían su cosa y parecía gustarles. Era mal asunto que la mayoría de nosotros, los humanos, no alcanzáramos a hacer lo mismo, eso era privilegio de unos cuántos, de aquellos que podían poner sus píes en sus hombros, de cualquier modo esa posición le quitaba lo sexy al asunto. Bebí otro sorbo, y la mosca volvió a pasar, esta vez de regreso, no parecía tener ganas de follar. Sería curioso que hubiera un aparato para detectar cuando una mujer tiene ganas de follar, es decir, hay muchas formas de saberlo, pero se corre el riesgo de que al intentar averiguarlo gane alguien un buen puñetazo en la nariz, pero lo del aparato era mucho mejor, debería tener un foquito discreto color fucsia que prendiera cuando detectara alguna hembra con ganas, y uno se las arreglaría para dar en el punto. Quedaba sólo la tercera parte del vaso, era triste ver cómo se terminaba la cerveza, se iba como la vida, pasaba rápido y te dejaba un sabor amargo en la boca y una sensación de estupidez eterna, así era la cerveza, justamente como la vida, y ambas se estaban acabando. Lo verdaderamente triste es que no sabemos con certeza si tendremos otra oportunidad, ni si habrá más cerveza, en aquella ocasión, no habría más. Alargué lo más que pude la agonía del contenido del vaso y completé con tres aspiraciones profundas de nicotina, alquitrán y bióxido de carbono, hasta sentir un sopor de niebla en la vista, ahora si estaba listo. El vicio del cigarro era estúpido, uno iniciaba por imitación, continuaba por aceptación social, llega uno a pensar que fumar ofrece estatus, y termina como un idiota sin poder dejar el vicio, no se siente nada parecido como con la droga, es molesto, huele mal, y por si fuera poco, cada honda aspiración es una violación, literalmente hablando, de las entrañas, quizá sólo ese sea el único atractivo de tal vicio, después de todo también es un vicio sexual, todo vicio es sexual. Caminé a mi pesar, sin dinero y sin cerveza, rumbo a casa de alguien que me esperaba, era la otra opción, igual de buena que tomar cerveza, pero ir de un lado a otro para alguien que ha nacido viejo es cansado, uno prefiere estar mucho tiempo en un solo lugar, que las cosas vayan a uno, algunos llaman a eso pereza, yo lo llamo desencanto. En fin, me esperaban un hermoso par de piernas, y dos redondas nalgas duras de superficie suave. Ocasionalmente era agradable platicar con ella, cuando respiraba para hablar. Se agitaba ligeramente, con cierta cadencia cuando hablaba rápido, mientras yo fingía poner atención y miraba sus senos redondos y me imaginaba besándolos. Le gustaba platicar de cosas interesantes, de la educación, de los prejuicios morales, de lo tontas que eran sus amigas, los estúpidos que pueden ser los hombres cuando no comprenden que las mujeres son humanos con derechos y obligaciones como cualquier varón, en fin, de muchos de esos temas de moda, lo cierto es que a mí nada de eso me interesaba, pero tampoco podía decirle porque se sentiría ofendida y quizá sería capaz de negarme un buen palo. Sin embargo era agradable escucharla, me divertía un poco, cuando descuidaba mis gestos o soltaba involuntariamente una risa ahogada, de inmediato preguntaba el motivo de mi risa y yo tenía que fingir el motivo, creo que en el fondo ella sabía que todo lo que me decía lo más que me causaba era risa, sin embargo, no hay nada mejor para algunos espíritus que las mentiras piadosas. Cuando ya tenía ganas de pasar a lo otro me fingía cansado e insinuaba con algunos gestos de impaciencia que era hora de irme y de inmediato se acercaba y procuraba el primer contacto físico, después de ese primer paso todo fluía como dinero sucio en oficina de gobierno. Esta ocasión no era diferente. Me preguntaba cómo es que lo podía hacer, en muchas ocasiones, bastante ebrio. Las ganas parecían estar de vacaciones, iba pensando en aquello que iba a hacer, si, pensando en aquello que nadie piensa. El acto del sexo se desea, no se piensa y yo iba pensando en él. Estaba pensando en penes y en vaginas, en particular la que iba a visitar, pensaba en ello como si estuviera haciendo un recuento de los últimos sucesos geopolíticos militares. Llegué a mi destino y abrió quien yo esperaba. Usaba una falda ligeramente arriba de la rodilla, la prenda de abrazaba delicadamente las caderas, caía ligeramente en el final de las nalgas, donde empiezan las piernas, era un bonito cuadro y hasta el momento sólo eso. La plática no tardé en empezar, esta vez versaba sobre los degenerados que le dicen cosas en la calle a las mujeres., escuché algo que no recuerdo por cerca de 15 minutos, pero esta vez no tenía ganas de hacerme el difícil para que ella tomara la iniciativa, tampoco tenía ganas de empezar yo, tenía ganas de leer, o de ver un programa estúpido en la televisión, o quizá de lavar trastes, no lo sabía, pero si sabía que no quería estar ahí, el deseo estaba ausente, no lo veía ni sentía por ningún lado. Ella lo notó y supuso que estaba enojado, o ebrio, o las dos cosas y desvió la plática hacia mí, pero tampoco tenía ganas de contestar, ni de hablar con ninguna mujer, tampoco con ningún hombre. Entonces se acercó y me empezó a acariciar los brazos, luego la espalda. Tampoco tenía ganas de ser acariciado, sin embargo no la detuve. La sabiduría oriental creía encontrar en la paciencia una de las mejores virtudes humanas, pero estaban confundidos, no era la paciencia era la expectativa hecha actitud, no es lo mismo, una actitud expectativa supone apertura total al infinito y la paciencia sólo es la tediosa virtud de esperar algo presupuesto, es decir, si sólo fuera paciente, entonces hubiera esperado pacientemente a que ella se cansara de acariciarme sin ser correspondida, pero la actitud expectativa suponía que podía pasar cualquier cosa, desde darle una bofetada hasta que me enterneciera tanto que le pidiera matrimonio. Ahí estaba, expectante de lo que aconteciera, después de los brazos y la espalda, siguió acariciándome, está vez la nuca –una zona que ella sabía que me ponía como un loco-, bajo la mano de nuevo a la espalda y de ahí fue a mis nalgas, ahí se quedó largo tiempo, yo me empezaba a aburrir cuando, repentinamente tuve una extraña y espontánea sensación que me sugería que estaba a punto de pasar algo extraordinario. Pero sólo fue una sensación fugaz, de inmediato volvió el aburrimiento a mi cabeza, esta vez acompañado de algo de fastidio, ella pasó de mi trasero a mis piernas y luego a la entrepierna, lo siguiente que pasó lo contaré en primera persona, sin embargo, cuando lo recuerdo me perece estar viendo escenas de una película de la cual yo no fui protagonista. Pues bien, di un paso atrás, y de un revés en la cara la tiré a la cama. Ella no acababa de salir de su estupefacción, y estaba a punto de empezar a sollozar cuando me le encimé tapándole la boca mientras le mordía el cuello con cierta cadencia. Se quiso resistir, pero yo ya no podía responder por mis actos, estaba furiosamente excitado, y de alguna manera ella lo percibió, y al principio con miedo, pero cada vez más convencida se fue dejando llevar por mis arrebatadas caricias.


El deseo (parte II)

Definitivamente no me iba bien el papel de galán porno, me empecé a sentir mal, como al principio. En realidad yo nunca había obligado a nadie a hacer algo, incluso era modesto en mis insistencias. Toda esa historia de mi vida abúlica pasó en un segundo, el tiempo justo para incorporarme repentinamente y dirigirme a la puerta con intenciones de irme. Iba a medio camino entre la cama y la puerta cuando un estruendo como de vidrios rotos sonó atrás de mi oreja. Al momento sentí que algo caliente me escurría por el cuello. Esta vez la situación era diferente, una cosa era que jamás obligara a alguien a follar conmigo y otra que una perra me rompiera un vaso en la cabeza por que me dio hueva hacerlo. Pues bien, como decía, esta vez fue diferente, me limpié la sangre con del cuello con una mano mientras la otra se retraía como resorte para dirigir un derechazo, sin embargo, me pareció un gesto muy burdo para tanta delicadeza de la dama, porque, después de todo, había que reconocer que reventarle un vaso en la cabeza a un tipo por despreciarla, era un gesto, de absoluta sinceridad, además animado por el más puro sentimiento de fiereza sexual, entonces cambié de rumbo la mano que se dirigía a su rostro, esta vez se posó en un seno, primero la apretó un poco, pero después lo acarició, y a su vecino. Ella estaba espantada, cuando vio la sangre en mi cuello y en mi mano, justo cuando me dirigía a ella con un mohín desarreglado, y ahora sólo veía mi mano, absorta, sin saber qué hacer. No importaba ya si sabía o no qué hacer, de cualquier forma yo iba hacer todo, sentía cómo me hervía la sangre de un furor erótico, una verdadera rabia sexual. Había viajado del extremo de la abulia e indiferencia erótica y, quizá, hasta existencial, para instalarme en polo contrario, el de la erección que amenazaba con estallar el que deseaba apagar con semen el desenfreno de la concupiscencia. Ésta vez mi mano la tomó con fuerza, con una mano con las venas henchidas de sangre, la tomé de la blusa y la arrojé violentamente a la cama, pero cuando ella iba en vilo, jalé de la blusa, de modo que ella quedó tendida en la cama boca abajo, y sin blusa. Mis ojos centellearon de lujuria al ver la espalda semidesnuda. Con la mano que tenía sangre le acaricié la espalda mientras apoyaba mi virilidad furiosa en ella despacio pero firme, no le permitía hacer ningún movimiento. Me preguntó con una voz cuyo tono fluctuaba entre la sorpresa y la teatralidad “¿qué me haces?”, como si no lo hubiera provocado ella, después de todo no había mujer alguna en el mundo que tuviera más contacto simultáneamente con el cielo y el infierno, en ese momento, su carne, objeto de mi deseo era diabólicamente ingenua, sólo su carne. Le mordí la espalda hasta donde perdió su nombre, continué más abajo, quería moverse, pero era demasiado tarde. Yo seguía sangrando de la cabeza y gruesas gotas le caían en las piernas. No podía moverse porque estaba sentado en ella mordiéndole sus pantorrillas. Ya percibía su olor a maldad, su sexo ya estaba en plano contubernio con mi deseo, de ella no sabía nada, no obstante en ese momento ya no importaba. Me levanté un momento para limpiarme la sangre que me había escurrido hasta los ojos, y sin dejar de poner la mano en su espalda, aproveché para quitarme el cinturón y pasé sus dos manos hacia la espalda. Hizo el intento fingido de resistirse, pero bastó un poco de más fuerza para dejar el teatro a un lado, le amarré ambas manos a la espalda. Le quité lentamente la falda mientras ella decía algo que no recuerdo. Yo seguía sangrando profusamente, el ambiente estaba impregnado de olor a sangre y deseo. Estaba mareado. Probablemente toda la sangre se aglutinaba en mi cabeza y se atropellaban los torrentes para salir mediante la herida, sin embargo, la erección estaba neciamente estoica, literalmente parecía un pedazo de piedra, con la diferencia ontológica de la sensibilidad extrema. Hubiera querido salirme sin mi cinturón, y así evitar esta vez, quizá el florero que estaba en la mesita de centro, pero un impulso que estaba fuera de mi jurisdicción me llevó a desnudarme. Ella seguía diciendo cosas, perjurios y obscenidades de varios tipos y en varios tonos, parecía disfrutar más cuando decía todo eso, yo no escuchaba, estaba muy mareado y jadeando, recuerdo claramente el tono lascivo en que declaraba su pasión por la situación. Como el verdugote da gusto a un condenado cuando le dice que descargue de una buena vez su hacha, así me abrí paso entre sus piernas y nuestros aullidos se confundieron, el placer había mudado de naturaleza, ahora era dolor. Aquella erección descomunal era ahora una fuente interminable de dolor y remolinos de concupiscencia. Iba y venía con la intención del infinito. Cada vez que regresaba notaba que no había sido suficiente y arremetía con más fuerza, su espalda estaba totalmente roja y ya le escurría sangre entre las nalgas, de modo que miraba sangre por todos lados, entraba y salía de ella. Acerqué mi boca a su espalda para morderla y hacerla partícipe de mi dolor y furia, y la Reciprocidad, la madrina de los amantes, me devolvió gemidos ahogados y violentos espasmos, ella se sacudía hecha sin voluntad alguna, era una masa de apetitos desordenados. Yo sólo veía un cuerpo rojo moviéndose violentamente al ritmo en que mi furor golpeaba mi pelvis contra sus nalgas. No supe si ella no hablaba ya, o yo no escuchaba nada, pero los músculos de mis piernas se contrajeron como si fueran a reventarse de esfuerzo, mi abdomen me obligó a emitir un gemido de dolor y la vista se me nubló. Sentí como todo se volvía blanco y una ansiedad que me había estado haciendo sufrir me abandonaba, después de haberme ultrajado. A todo ello vino la paz y varias horas de inconciencia. Cuando desperté, estaba desnudo con una venda en la cabeza, y solo. Me vestí, tomé un billete de 100 que estaba en la mesita de centro y salí del lugar, la mascota de la casa, un rott wailer, se acercó y me olisqueó con indiferencia. Salí de la casa sin saber aun lo suficiente de mí. Aun tenía sangre en las manos. Me dirigí a la chulería del negro a reflexionar sobre lo que había pasado.

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