viernes, 20 de agosto de 2010

Manifiesto de la estética kaguamaniana

Esto no es un relato. Es un manifiesto, el manifiesto de Kaguaman. Ya decía Nietszche que hay gente que cree que lo más esencial y más valioso es el origen. Yo también lo creía, hasta que me di cuenta que no sólo es eso. Conocí a alguien que buscaba momentos sublimes e importantes. Los encontró y ahora lo cuenta a todo interlocutor que lo visite. Le he escuchado cerca de 90 historias fantásticas, importantes y plenas. Noventa veces de cielo, o absoluto, como quieran llamarle, logró retener su memoria, y, en ocasiones, el reconocimiento que algunos le merecen se resume a: “ya abuelo, no mames, ya duérmete”. Ha vivido más de 80 años y sólo puede registrar 90 veces chidas y de las otras 29110 días solo puede, en ocasiones hablar con tristeza, melancolía y desgano. Él es un héroe. Muchos lo son. Lo que diferencia al abuelo de un superhéroe es la estética con la que vea la vida. Kaguaman desde que aprendió –a los 4 años- a mentarle la madre a los gallos que iban perdiendo en los palenques clandestinos a los que Kaguatrón –su padre- lo llevaba, desde entonces, decía, supo que la vida era, en su mayor parte, para perder. Sin embargo, no se puede andar por la vida con la cabeza baja, bueno, no siempre, para eso Dios inventó los partidos de fútbol, los gallos, las apuestas, las carreras de autos, las mujeres, y todo lo que de bizarro, absurdo y riesgoso tiene la vida. No había tantas opciones, o le mendigaba a la vida menos del 10% de mi propia vida, o se la arrebataba y me convertía en un superhéroe de la vida misma.

Es una preconcepción general pensar que un superhéroe es para salvar a los demás, pero, veamos ¿quien nos puede salvar de nosotros mismo? Ni siquiera Dios. Hasta Él mismo pide ayuda para poder actuar en nosotros. El objetivo era claro: había que salvarse de sí mismo y unas de las formas que había era pegándose un balazo a media madre, o hacer de la vida algo interesante. Ese dilema existencial era proverbial para los artistas, pero Kaguaman no era un artista, bueno, por lo menos no uno de los convencionales. Cuando tu mujer te dice en tono de melancolía y tristeza: “estoy muy sola y te quiero ver, a tus amigos los puedes ver después, además siempre que se ven solo se la pasan tomando, y yo te necesito, de verdad te necesito mucho” y ante tal interpelación de alteridad, nostalgia, cercanía, indolencia y necesidad verdadera tu contestas: “nel, cómprate un perro, luego te veo”, en ese momento te das cuenta que puedes regresarle el escupitajo a la vida, es decir, en pocas palabras: tienes superpoderes. Seguramente el siguiente golpe será bajo, pero no importa, ya te diste cuenta de que tu también puedes golpear.

Cuando me di cuenta de lo que podía hacer el mundo se me hizo pequeño. Había más de la mitad de la población –según el último censo- para practicar. De modo que, repentinamente, las capacidades de mis superpoderes se harían cargo de la mayor parte de las situaciones de mi vida. Mis superpoderes eran el resultado de la suma de una sensibilidad enfermiza, desazón por la vida y una neurosis compulsiva bipolar que rayaba en la paranoia, de modo que dejar de lado los convencionalismos baratos como el amor, la amistad, fidelidad, decencia y toda esa basura con la que debía vivir a diario sonaba como cuando una corcholata se desprende de una botella sudada de fría que contiene cerveza. Precisamente esa era mi mejor arma: la cerveza.

Hay un secreto para no cansarse de beber: hay que beber sentado. Fue un gran descubrimiento, y en adelante sería una de los propósitos de Kaguaman: la ley del menor esfuerzo, ya antes enunciada por Garfield, sin embargo el gato gordo y huevón no sabía de la profundidad del axioma porque no bebía cerveza. Evitar las discos, bailes y cualquier tipo de reuniones que representaran arrimones involuntarios fue el siguiente paso. La estética de la vida se iba refinando. Ahora solo acudiría a palos seguros, nada que tuviera que ver con más de una hora de cortejo, sin transporte a casa ni domingos familiares por la tarde; dos llamadas por teléfono a la semana eran suficientes y, de ser posible, de diferente mujer. Despedidas de solteros únicamente si había pieles y mucho alcohol. Nunca un baby shower ni fiestas con la familia de la piel en turno. Bailar solo y borracho no es una cosa extravagante, solo es una de las formas de expresión que nuestra Carta Magna consagra, aun sin ropa, finalmente el cuerpo humano es hermoso, en especial el mío. Relacionarse íntimamente con más de dos mujeres en un mismo día es algo pleno, especial, sublime, cansado pero chido al fin y al cabo, claro que no tienen que enterarse entre ellas, aunque si se enteran y están de acuerdo tampoco hay problema, y hay menos problema si se ponen de acuerdo entre las tres y se da al mismo tiempo. No obstante, Superman tiene su criptonita, Batman sus miedos y Kaguaman a su tía Herminia, la viva encarnación de la moral. Monja desde hace más de 50 años, con más diplomados de teología que el Rivera Carrera, con un agudo sentido de la inmoralidad más velada, recta como la autopista del sol y para colmo mi familiar. Sencillamente podría ser un obstáculo en nuestra estética de la vida, sin embargo me acompaña la fuerza del aliento de las chelas de ayer, la potencia de los orines radioactivos de peda de tres días, y, sobre todo, la inmensa necesidad de vivir con menos tapujos. Quede esto como manifiesto a la posteridad inmediata, y ahora que estamos en épocas electoreras, como propuesta de algo que deberá llamarse: “El manifiesto del partido kaguamista”. Borrachos del mundo, uníos.

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