viernes, 20 de agosto de 2010

El regreso de Kaguatrón


Había vasos rotos, el frigobar destrozado, no había reposets, el equipo de supercomputadoras a base de carbón había sido quemado en una fogata, que, por los indicios, habían ocupado para asar malvaviscos y carne de venado. El kaguartel general de la Liga de la Kaguama había sido destrozado por nuestros enemigos. Las cerraduras de alta seguridad prioritaria contra ratas de todo tipo habían sido ultrajadas. Aunque nos inquietaba el hecho de que nuestros enemigos estuvieran enterados de la ubicación del nuestra guarida, nos regresaba el sueño saber que nuestro sistema de seguridad era inviolable. Hasta ese día. Llegué de incógnito, como siempre, por eso mi nombre era Don Nadie. Un estupor frío me recorrió la espalda y a ello le sucedió la tristeza e ira alternativamente por dos horas ¡Mil veces bastardo quien se atrevió a hacer aquello!

Después de terminar de destrozar lo que aun no lo estaba del todo, y después de llorar más que la Magdalena cuando los judíos golpeaban al Chucho, inevitablemente me sumí en una pesada, retrospectiva y triste reflexión. Nunca olvidaba aquella gloriosa época, ni aun cuando mis conversiones ontológicas me hubieran hecho caer en lo que ahora no era, es decir, Don Nadie. Por mucho tiempo fui el único superhéroe del rumbo, incógnito, pero mi alma tenía sed de alcohol y gloria. Me llamaba a mí mismo Kaguatrón. Entrenaba a un pequeño grupo de muchachos que tenía potencial. Los entrenaba para la vida. Los llevaba a campamentos en condiciones físicas extremas para crear en ellos la bravura proverbial de los boinas verdes en batalla, e ingeríamos cantidades exorbitantes de alcohol para igualar la legendaria resistencia de los microbuseros de la ruta 69, engullíamos comida cruda de origen animal para poder resistir, en caso de alguna situación de emergencia, más de cinco órdenes de tacos de canasta de los que venden en el zócalo. Pero el entrenamiento también era espiritual, no podía haber superhéroe completo sin un rumbo moral. Si alguna vez me sentí derrotado, y renuncié a ver el sol del otro día, fue en aquella ocasión donde mi último santuario, una de mis últimas razones para seguir vivo, estaba en pedazos irreconciliables. Finalmente uno de los muchachos que había entrenado logró el objetivo deseado, pero yo, nada tenía, ya no vomitaba como antes, ya no podía leer el periódico en un eructo, mis manos temblaban después de ridículos cuatro días de borracho, mis lecturas favoritas, que, por cierto, hacía años que no tocaba, yacían por el suelo junto a la demás basura a que estaba reducido el kaguartel. Mi reflexión se convirtió en un delirio, sentado entre la basura, con la cara abajo mirando la nada, justamente lo que ahora era, nada, empecé a balbucear palabras que yo mismo no reconocía, como si alguien me hablara a mi lado, pero sin que yo entendiera. Palabras y más palabras. Empecé, dada mi neurosis compulsiva, como por un primitivo y arcano deseo a hilar oraciones, tales palabras provenientes de mi propia boca, apenas muertas en el viento y adquirían un significado, unas tras otras, y entonces vino el primer recuerdo, y tras este otro:

- ¿A dónde vamos Kaguatrón? -dijo el Negro, el más preguntón de mis discípulos.

- Vamos a ver la puesta de sol –contesté yo.

- Oye jefe ¿qué onda con la comida? –preguntó el Mono.

- Yo traje bisteces pero van a hacer falta –dijo Gil.

- Pues traigan lo que hace falta ¿o los llevo de la mano? –pregunté yo con enfado.

Era uno de esos campamentos donde entrenaba a los chavales. Llevábamos todo lo necesario: una Biblia para su formación moral, dos cartones de caguamas, tres litros de tequila barato, dos litros de ron corsario, bisteces, longaniza en-papas, leña y demás equipo básico de supervivencia. El campamento habría de durar toda la noche hasta ver el alba. El lugar escogido era la cima de un cerro desde donde se podía ver, en días poco contaminados, desde el antiguo lago de Texcoco, la torre Latinoamericana, el Peñón viejo, hasta parte de Iztapalapa y el los días diáfanos hasta el cerro del Chiquihuite. En cuanto llegamos al lugar donde acampamos, los discípulos hicieron la fogata. Las primeras caguamas rolaban por la derecha mientras recibían lecciones de metafísica moral. El Negro parecía ser el más avisado de los tres en aquello de las discusiones y las alegatas, era de temperamento vehemente, aunque una constante imprudencia marcaba todas sus actitudes. El Mono era un tipo criado en las calles, de alma noble pero borracho como nadie de su edad, algo corto de luces pero con una actitud servicial que ya envidiaría San Pedro. Gil era probablemente en quien mis esperanzas estaban mejor puestas, era más equilibrado, más borracho que el Negro y menos imprudente, pero de más entendimiento que el Mono, aunque, en cierto modo algo más apático a los campamentos. Tres horas de discusión moral con cervezas de por medio sirvieron para abrir el apetito, sin embargo la condición para poder ingerir alimentos era que no debían estar completamente cocidos, mejor dicho, debían estar parcialmente crudos para efectos del entrenamiento del estómago, situación indispensable para un superhéroe. Cerveza y comida cruda en abundancia eran la antesala de la verdadera prueba, y apenas pasaba de media noche, lo siguiente era el tequila y las lecciones de vómito de largo alcance. El Negro tenía buena presión, pero por efecto de la gravitación universal, que parecía pesarle más que al resto, no alcanzaba ni los ochenta centímetros. El Mono parecía que antes ya había tomado cursos porque llegaba a metro y medio, pero era poco abundante, porque su voluminoso vientre gustaba de retener la mayor cantidad posible de materia. Gil era bueno, pero no tenía control ni dirección, y su cara era de alguien que no gustaba de vomitar como los grandes. Como yo, por ejemplo, en pleno vigor juvenil, en ese tiempo, podía apagar una fogata a cuatro metros con sólo oler el tequila. El resto de la noche los reclutas tenían que luchar por llegar concientes al amanecer, mientras yo fumaba sin filtro y leía Bramadero de Tomás Mojarro. Una vez que el cielo se empezaba a rayar de la luz poniente diaria, veíamos cómo se iban apagando las luces de la cuidad, aquella ciudad a la que tendríamos que salvar tantas veces como se metiera ella misma en problemas. De aquél grupo que entrenaba, sólo uno logró el cometido. Dos de ellos se casaron perdieron la poca dignidad que les quedaba. Yo me sentía solo, como cualquier superhéroe nato. Empecé a faltar a mis obligaciones. Ya no usaba los 18 collares de diferentes materiales que alejaban las frecuencias metafísicas dañinas, empecé a comprar pantalones de marca y tiré los viejos y deslavados, hasta conseguí un trabajo. Era el principio de mi decadencia. Todo terminó cuando me enamoré y me casé, perdí todo, mi nombre, mis pantalones, mi forma de vida, mi dignidad, y todo por dormir calentito.

El frío me despertó mi cara estaba pegada al piso, aquél recuerdo fue una ensoñación, real, había tenido su referente existencial en el pasado, pero ahora sólo era eso, recuerdos de un nombre perdido y la nostalgia de la identidad fallida. El kaguartel destruido y con ello mis últimas esperanzas. Llegó entonces Kaguaman. El antiguo discípulo. El Negro. Estaba atónito, no daba crédito a lo que veía. Lloró como los machos y eso me despertó aquél sentimiento tan olvidado. La necesidad de hablarle de lo dura que es la vida y de las soluciones que puede tener. Fui por dos kaguamas con la convicción de que tenía a alguien a mi cargo. El ahora legendario Kaguaman estaba llorando como una niña y yo, su padre metafísico tenía la obligación de enseñarle una nueva lección.

- Toma Kaguaman –le dije destapando una kaguama.

- Chale Don, esto es una poquísima madre, ya todos nos fuimos a la chingada con la liga de la Kaguama –dijo Kaguaman lloriqueando como una adolescente.

- No llores cabrón, y no me digas Don, soy tu padre ¿qué chingaos aprendiste estos años? ¿a llorar como marica? –le dije yo enérgicamente.

- Pero… mira el kaguartel… –dijo evidentemente azorado por lo que le había dicho.

- Vamos a hacer otro, y ya tómate esa kaguama para que te desapendejes y le digamos a los demás. Tenemos que buscar otra guarida –le dije yo con decisión.

- Va Don, me parece buena idea –dijo Kaguaman empinándose la kaguama.

- No me vuelvas a decir así, Don Nadie ya no existe, ahora soy alguien, acabo de renacer, soy Kaguatrón, y mejor vamos a comprar un mescalito porque las kaguamas son pa putos.

Salí de las ruinas del kaguartel general con la frente en alto y con la promesa compartida de que íbamos a vengar ésta afrenta. No sólo había renacido de la nada, literalmente de la nada, sino ahora ya no me sentía tan solo, había esperanzas. Kaguatrón ya no iba a estar sólo, ahora era parte de la liga de la kaguama. Escupí los últimos rescoldos de nada que me quedaban en el cuerpo, rompí un poco mi pantalón, recogí una argolla oxidada del piso y me la puse de anillo, acabé la kaguama de un sorbo y dije Kaguatrón tres veces con el mismo eructo. No había duda estaba de regreso.

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