viernes, 20 de agosto de 2010

El mismo cazador acecha al Kaguapato

Una de las mejores estrategias, en la guerra, en el amor, y en cualquier acto humano que requiera de sutileza voluntaria, es hacer que el pez llegue solo a la red. Hay muchas técnicas para cazar, y un buen cazador las conoce todas. Cuando el cazador se vuelve predecible peligra el pan de cada día. La regla funciona de este modo a menos tácticas del cazador, más seguridad para la presa. Sin embargo, esta ocasión no era así, por el contrario, Kaguapato se iba a encontrar con una de las más sutiles y peligrosas tácticas de envolvimiento sugerido, aun más letal que una escopeta doce de dos cañones en temporada de patos. La táctica (o estrategia, como deseen llamarle) consistía en ir al lugar donde se encontraba la presa y hacer que la presa pidiera su propia muerte. Parecía absurdo pensar que la víctima acudiera a su propia muerte por voluntad, sin embargo, subestimar la sutileza del cazador es precisamente la condena a muerte de la presa. Además, se trataba del Kaguapato, y al menor indicio de peligro, éste, en vez de huir como gorrioncillo asustado, correría como hiena al banquete, así era el Kaguapato, valiente, pertinaz, arrojado, temerario, salvaje, esforzado , animoso, tenaz, obstinado, terco, necio, imprudente, y en ocasiones persistentemente pendejo. De modo que Corina tenía el plato puesto. “Pato a la orange” comentó para sí en voz baja antes de emerger de su último y subterráneo escondite. Salió de la cloaca que estaba más lejana al centro de la cuidad, se bañó en un río de aguas tratadas, y desenterró una bolsa que estaba en un lugar debajo de un árbol. La bolsa contenía una camisa a cuadros, unas botas Caterpillar, y un pantalón Levis deslavado y roto, era, ni más ni menos que la ropa de cacería. Olisqueó el aire, como otrora cuando el objetivo fue Kaguaboy, volteó hacia el sur, sonrió con sus dientes verdes, y pegó un salto del río hasta la carretera.

Kaguapato había organizado una fiesta en su casa con motivo de que el dólar había bajado 30 centavos respecto del peso. La concurrencia era generosa, como el alcohol, la música y la liberalidad. Kaguaboy se enzarzó en un duelo de miradas estremecedoras e insinuantes con una preciosa autóctona de la zona mixteca. Tenía bellas trenzas y manos suaves como un metate, ágiles como tahúr, muestra de la habilidad proverbial de las mixtecas para hacer tortillas. Una ligera protuberancia a la altura de la quinta cervical convencía de que fácilmente podía cargar un tenate, un cántaro o un chiquillo. Sin lugar a dudas era una bella pieza arqueológica, una probable respuesta a la historia prehispánica incompleta, o, incluso, a la historia de la evolución de las especies. Kaguaboy se acercó y con un romántico pero directo “¿hay o no hay?” aquella legendaria descendiente directa de la Cuatlicue incitaba a los primeros pasos de un baile primitivo de cortejo previo al apareamiento que después me enteraría que se llamaba “chilena”. Por otro lado, Kaguatrón cortejaba dulce y sutilmente a la jefa de la defensiva de las Panteras de la UAM. Medía un metro ochenta y cinco aproximadamente y pesaba unos 125 kilos, se llamaba, irónicamente, Margarita. Kaguatrón le hablaba de la relación tormentosa que acababa de pasar con su último coordinador defensivo quien no entendía, que él, como safety libre, no tenía que llegar a todo a tiempo, a él le gustaba llegar a encimarse sobre otros al último, y eso, al coordinador le molestaba porque era algo posesivo, y celoso, si por él hubiera sido, Kaguatrón nunca habría salido de la banca. Por su parte, Margarita, hablaba de la independencia que reinaba en su posición, decía que no había nada como arremeter como un toro rumbo al Quarterback no importando el que estuviera enfrente, además que era excitante cuando los safetys llegaban al último a reafirmar la tacleada. Después de jugar vencidas tres veces, mismas que perdió Kaguatrón, Margarita le sugirió enseñarle nuevas tacleadas en un cuarto vacío y con suficiente espacio. Mientras tanto el Kaguapato aun andaba buscando víctima. Yo flirteaba descaradamente con una jovencilla. Nuestra plática había oscilado entre temas sociales, un poco de poesía, arte de tema indigenista y un poco de historia. Era evidente su gusto por los temas del pasado, hablaba como si hubiera estado ahí. Sería inútil formalizar alguna descripción de ella, dado el estado etílico de mis recuerdos, pero un sincero intento es también loable. Tendría, quizá, mi estatura, de piel apiñonada y, por alguna extraña razón, me daba la impresión de que le sobraba algo de piel, tenía un gusto elegante pero un poco anticuado para vestirse. Era tan interesante como un libro de historia. Algo en su conversación llamó mucho mi atención: de todo lo que hablaba parecía haberlo vivido en carne propia. Por curiosidad pregunté su edad y me dijo que eso no era muy cortés de mi parte, pero que ella no iba a contestar con la misma actitud y que por la confianza que me atribuía el hecho de estarle agarrando una pierna (yo pensaba que era un brazo) me la iba a decir, aunque de manera indirecta, había nacido en 1928, quise hacer la cuenta, pero andaba demasiado ebrio, y solo contesté, antes de invitarla a la intimidad “se te ven menos”. Hasta el otro día, conciente de la cuasi-necrofilia cometida pude hacer la cuenta: tenía 78 años, y era la abuelita del eslabón perdido de Kaguaboy. “Con razón me hablaba con tanta familiaridad de Zapata” me dije reflexivo.

Kaguapato estaba resignado a pasar la noche en compañía del guajolote del vecino que, por las noches, se subía a dormir a un árbol que daba al muro que colindaba con la casa de Kaguapato. Se dirigía al muro del árbol cuando vio en la otra esquina, en un rincón una mujer, o su equivalente, viendo hacia la pared inmóvil. Era algo sumamente extraño que alguien estuviera esperando a alguien de espaldas y viendo precisamente hacia donde nada interesante se puede ver. El foco rojo interno del Kaguapato se activó, aquello parecía ser una trampa, pero con el foco rojo, también se activó su necia valentía y ganas por el peligro, de modo que lo que hizo fue acercarse, sin dejar de verle el trasero. Después sucedió algo, aun para nosotros inexplicable, el Kaguapato se vio rechazado por la que aun no mostraba su rostro. La mujer caminó hacia una silla y se sentó, ahora se le veía la cara, era la temible Corina, y algo tramaba. Kaguapato la siguió e imitó el gesto con otra silla, y le empezó a tocar las piernas, a lo que ella respondió con un gesto de desdén y quitando las alas del pato de sus piernas. Era un hecho sin precedentes, el pato andaba de perro y Corina parecía no tener hambre. Kaguapato insistió por la siguiente media hora, intentó con besos en la oreja, tallarines a quemarropa, lengüetazos en el cuello, caricias en la entrepierna, y todas, y cada una de las veces, fue rechazado, era inverosímil, y cada vez que era rechazado lo intentaba con más ganas. Corina parecía haberse vuelto de algún material incompatible con las respuestas nerviosas propias del tejido vivo. El Kaguapato, por fin, casi exhausto, intentó lo que él consideraba las últimas trescientas veintiséis veces, cuando entonces, Corina dio muestras de sensibilidad y exhaló un gemido entrecortado. Tal gesto de sensualidad renovó fuerzas en el Kaguapato que ya estaba como casa de campaña. Poco a poco, con pequeños pasos, Corina se fue transformando, el semblante le había cambiado, una sonrisa de triunfo y malicia se le empezaba a dibujar en la boca de los dientes verdes. Había caído la presa, sin mover un dedo. Kaguapato por voluntad propia había ido hasta el cadalso y se había ajustado la soga, le dio un beso al verdugo, y hasta le hizo el sexo oral. “Pato a la orange” dijo enigmáticamente Corina en la oreja del Kaguapato, que ya solo ocupaba una de sus dos cabezas. Hubiéramos tenido que comprar un hamster si a Kaguatrón no se le hubiera ocurrido salir al patio a jugar con su novia a ver quién vomitaba más lejos. El concurso de escupidas lo había ganado él dado que había atinado 6 de siete veces en la boca de ella a tres metros, y ella sólo lo había hecho 3 de siete veces. El concurso de flatulencias lo había ganado ella porque había podido tocar las primeras ocho notas de claro de luna y Kaguatrón no había alcanzado ni a tocar el coro del pipiripau. Ahora era el turno de las vomitadas a presión y de largo alcance. Pero cuando Kaguatrón notó la situación peligrosa para el pato, incitó a su amante a que dirigieran sus estomacales esfuerzos hacia la sodómica pareja. Corina justo habría la mandíbula como boa para engullir al pato cuando una potente descarga de Kaguatrón la hizo retroceder vacilante, un chisguete que provenía de Margarita fino pero certero dio en un ojo de Corina que se preparaba para arremeter, pero un chorro, como de manguera de bombero la hizo retroceder dos metros, situación que aprovechó Margarita para aplicarle un furioso tacle estilo Ken Norton. Corina cayó inconciente y la amarramos. El resto de la noche la ocupamos en platicarnos el peligro del que nos acabábamos de librar. El sueño nos venció. Por la mañana, cuando despertamos Corina ya no estaba, en su lugar sólo había una nota escrita con sangre que decía “REGRESARÉ”. Por ahora, el Kaguapato y el mundo seguían a salvo.

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